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raleza; mas nó cual si fuera instituido por providencia extraordinaria á manera de objeto sobrenatural, como se verifica con respecto á la suprema autoridad eclesiástica.

De esta última consideracion resultan dos consecuencias á cual mas trascendentales, para la legítima libertad de los pueblos y la independencia de la Iglesia. Recordando la intervencion que expresa ó tácitamente le ha cabido á la sociedad en el establecimiento de los gobiernos, y en la determinacion de su forma, no se encubre con misterioso velo su orígen, se fija lisa y llanamente su objeto, y se aclaran por consiguiente sus deberes, al propio tiempo que se establecen sus facultades. De esta suerte se pone un dique á los desmanes y abusos de la autoridad; y si se arroja á cometerlos, sabe que no le es dado apoyarse en enigmáticas teorías. La independencia de la Iglesia se afirma tambien sobre bases sólidas; cuando la potestad civil intente atropellarla, puede decirle : « mi autoridad ha sido establecida directa é inmediatamente por el mismo Dios, de una manera singular, extraordinaria y milagrosa; la tuya dimana tambien de Dios, pero mediante la intervencion de los hombres, mediante las leyes, siguiendo las cosas el curso ordinario indicado por la naturaleza, y determinado por la prudencia humana; y ni los hombres ni las leyes civiles tienen derecho de destruir ni de cambiar lo que el mismo Dios se ha dignado instituir, sobreponiéndose al ór

den natural, y echando mano de inefables por

tentos. »

Mientras se salven las ideas que acabo de exponer, mientras la comunicacion inmediata no se entienda en un sentido demasiado lato, confundiéndose cosas cuyo deslinde interesa en gran manera á la religion y á la sociedad, pierde de su importancia la expresada distincion; y hasta podrian conciliarse las dos opiniones encontradas. Como quiera, esta discusion habrá manifestado con cuánta elevacion de miras ventilaron los teólogos católicos las altas cuestiones de derecho público; y que guiados por la sana filosofía, sin perder nunca de vista el norte de la revelacion, satisfacian con sus doctrinas los deseos de dos escuelas opuestas, sin caer en sus extravíos; eran democráticos sin ser anarquistas, eran monárquicos sin ser viles aduladores. Para establecer los derechos de los pueblos, no habian menester como los modernos demagogos, destruir la religion; con ella cubrian así los del pueblo como los del rey. La libertad no era para ellos sinónima de licencia y de irreligion : en su concepto los hombres podian ser libres sin ser rebeldes ni impíos; la libertad consistia en ser esclavos de la ley; y como sin religion y sin Dios no concebian posible la ley, tambien creian que sin Dios y sin religion era imposible la libertad. Lo que á ellos les enseñaban la razon, la historia y la revelacion, á nosotros nos lo ha evidenciado la experiencia. Por lo que toca á los peligros que las doctrinas mas ó

menos latas de los teólogos podian acarrear á los gobiernos, ya nadie se deja engañar por afectadas é insidiosas declamaciones: los reyes saben muy bien, si los destierros y los cadalsos les han venido de las escuelas teológicas (3).

CAPÍTULO LII.

Ni la libertad de los pueblos, ni la fuerza y solidez de los gobiernos, se aseguran con doctrinas exageradas; unos y otros han menester la verdad y la justicia, únicos cimientos sobre que pueda edificarse con esperanza de duracion. Nunca suelen estar llevadas á mas alto punto las máximas favorables á la libertad, que á la víspera de entronizarse el despotismo; y es de temer que las revoluciones y la ruina de los gobiernos no estén cerca, al oirse que se prodigan al poder adulaciones indignas. ¿Cuándo se ha visto mas encarecido el de los reyes que en la mitad del pasado siglo? ¿Quién no recuerda las ponderaciones de las prerogativas de la potestad real, cuando se trataba de la expulsion de los jesuitas, y de contrariar la autoridad pontificia? En Portugal, España, Italia, Austria, Francia, se levantaba de consuno la voz del mas puro, del mas ferviente realismo; y sin embargo, ¿qué se hicieron tanto amor, tanto celo en favor de la monarquía, luego que el huracan revolucionario vino á po

nerla en peligro? Ved lo que hicieron, generalmente hablando, los prosélitos de las escuelas antieclesiásticas; se unieron á los demagogos para derribar á un tiempo la autoridad de la Iglesia y de los reyes: se olvidaron de las rastreras adulaciones, para entregarse á los insultos y á la violencia.

Los pueblos y los gobiernos no deben perder nunca de vista aquella regla de conducta que tanto sirve á los individuos discretos, la cual consiste en desconfiar de quien lisonjea, y en adherirse á quien amonesta y reprende. Adviertan que cuando se los halaga con afectado cariño, y se sostiene su causa con desmedido calor, es señal que se los quiere hacer servir de instrumento para algunos intereses que no son los suyos.

En Francia fué tanto el celo monárquico que se desplegó en ciertas épocas, que en una asamblea de los Estados Generales se llegó á proponer la canonizacion del principio, que los reyes reciben inmediatamente de Dios la suprema potestad; y si bien no se llevó á efecto, esto indica bastante el ardor con que se defendia la causa del trono. Pero, ¿sabeis qué significaba este ardor? significaba la antipatía con la corte de Roma, el temor de que no se extendiese demasiado el poder de los papas; era un obstáculo que se trataba de oponer al fantasma de la monarquía universal. Luis XIV que tanto se desvelaba por las regalías, no preveia ciertamente el infortunio de Luis XVI; y Cárlos III al oir al conde de

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